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sábado, 30 de noviembre de 2013

HISTORIAS DE UNAS MANOS. TRES AUTOBIOGRAFÍAS.

Tengan un poco de paciencia y acompáñenme –en esta máquina del tiempo improvisada –a Cambrils, año 1909. ¿Ven a ese niño de cinco años que está sentado en el sillón, en esta habitación repleta de juguetes? Sí, está vestido como un rey, con su capa de armiño y su corona doradísima. Justo ahora está presionando con las manos sus pequeños párpados, para visualizar esas imágenes que tanto le gustan: primero unos huevos fritos (sin sartén) y unos relojes a punto de derretirse. A continuación se ve –cómo no –a sí mismo, junto a un amigo, paseando los dos por el campo. Están atravesando un puente sin barandas. Mientras él camina, ayuda a avanzar al otro, que va en triciclo, y de repente, se le ocurre una idea muy brillante, así es de original.
            Gira su cara para ver si viene alguien, y al comprobar que sólo ellos dos están en ese paisaje, decide darle un empujón al niño del triciclo que cae cinco metros rodando. Nuestro pequeño rey mira hacia abajo, sonríe, y corre a su casa para contar lo que ha pasado: ¡el niño se ha caído! ¡el niño se ha caído!
            Mientras el niño dolorido está tumbado en su cama, nuestro rey con pantalones cortos se encuentra en la planta de abajo, en una mecedora balanceándose una y otra vez, una y otra vez, qué bien se siente. Observa desde su privilegiada posición como bajan dos muchachas con jofainas llenas de sangre. Pero él está de buen humor, en esa mecedora adornada con labor de crochet que cubre el respaldo, los brazos y el almohadón del asiento, mientras él se lleva unas cerezas a su boca rosada. También la labor está adornada con gruesas cerezas de terciopelo. Qué bonito, cómo se gusta y cómo le gusta todo.
            Le vemos coger el camino de regreso a su casa, lleno de gozo, contemplando el contraste de los colores del campo, ¿no ven lo hermoso que es todo? Llama a la puerta y una vez dentro grita: ¡Estoy aquí madre! ¡Que me traigan mi traje de rey!
            De nuevo en su habitación, vestido de rey, alcanza con sus manos el cetro que hay junto al sillón.
(…)
Viajemos ahora al 1910, esta vez a Rustshuk, Bulgaria. Otro niño de cinco años está sentado sobre su cama, en una habitación más modesta que la anterior: una cama, una mesita y una lámpara. Mira fijamente el papel de la pared, los numerosos círculos oscuros de su dibujo. Está moviendo su boca, dando vida a diversos personajes que parece observar, animándolos con su voz. Cierra la boca y sigue mirando. Hasta que sus ojos se quedan fijos y vemos que ahora aparece en un patio fuera de la casa, jugando a la pelota solo. Llega una niña, un poco mayor que él con un montón de cuadernos. Él sale corriendo hacia ella, le pregunta qué tal en el cole, qué es lo que has aprendido hoy, ¿te han leído cuentos? La niña empieza a contarle y él se muere de gusto con lo que escucha de boca de su prima, que ya está aprendiendo a leer y a escribir.
            La niña abre uno de los cuadernos y el pequeño queda fascinado con todas esas letras llenas de tinta azul. ¿Observan cómo acerca su mano para tocarlas? Pero la prima se adelanta a los deseos del pequeño y cierra de golpe el cuaderno. Que se entere que le han prohibido enseñarlo, que nadie más –sólo, sólo ella –puede tocarlo.
            El niño le pide cariñosamente que le deje señalar las letras con el dedo, sin tocarlas, y preguntar al mismo tiempo qué significan. La niña le deja, le responde diciéndole el significado, pero el niño nota que lo dice con titubeos y le grita: ¡No lo sabes! ¡Eres una mala alumna!
            Al día siguiente se repite la misma historia. Le pide que le deje los cuadernos. Que pueda ver lo que hay escrito.
            Ella los saca y los contempla sin que el niño pueda ver las letras: ¡Eres demasiado pequeño! ¡Eres demasiado pequeño! ¡Aún no sabes leer!
            Sale disparada hacia un muro y ahí los deja, fuera del alcance del niño, que aunque salta y salta no consigue llegar.
            El niño furioso va al patio de la cocina, agarra con sus manos bien fuerte el hacha de cortar la leña. Regresa donde está ella: ¡Agora vo matar a Laurica! ¡Agora vo a matar a Laurica! Y ella sale corriendo dando gritos, chillando como una loca.
            El abuelo va corriendo hacia el niño para detenerle. Le quita el hacha de las manos y le regaña.
            El abuelo y otras personas deliberan qué castigo merece el niño.
            Subamos otra vez a la habitación. Sigue mirando el papel de la pared. Entra su madre y él la abraza, apretándola fuerte con sus manos: Pronto aprenderás a leer y escribir. No tienes que esperar a ir a la escuela. Puedes aprender ahora mismo, le consuela ella.
(…)
            Y nuestro último viaje nos exige viajar a otro continente, quizá por unas calles que podríamos llamar de Las Pequeñas Tristezas (como le gustará llamarlas a nuestro protagonista cuando se haga mayor). Estamos en el año 1902, en Nueva York. Él tiene ahora once años. Baja corriendo las escaleras de su casa, para llegar al saloncito de la primera planta. Se encuentra una bicicleta y unos cinco libros. Es el día de Reyes. Con una mano toca el sillín de la bici, pero a los pocos segundos se va directamente a por los libros. Lleva una bata puesta, tiene frío, pero coge uno y se sienta tiritando en el suelo. Lo abre.
            Ahora está junto a su primo de la misma edad, jugando en un parque. Una pandilla se acerca a ellos y empieza a gritarles: ¡sois unos maricas! ¡sois unos maricas! El primo coge una piedra y la lanza al vientre de uno; él también decide coger otra piedra y lanzarla contra el mismo niño. Accidentalmente le da en la cabeza. Cae muerto, y sus amigos se agachan rodeándole. A lo lejos se oye la sirena de un coche policía. Los primos salen corriendo, perseguidos por dos de la pandilla, pero consiguen escapar, han sido más rápidos. Están agotados del esfuerzo.
            Si nos acercamos a casa de su tía, veremos cómo ésta les está preparando a los dos sus rebanadas de pan de centeno, con mantequilla fresca y un poquito de azúcar. Las devoran mientras escuchan a la mujer, con una sonrisa angelical.
            Despidámonos de él donde le dejamos, en la salita, con su bata, y sus manos sosteniendo el libro que tenía abierto.
            Despidámonos de este viaje en el tiempo y volvamos al 2013.
 (...)
            Todas estas manos, las que empujan al niño del triciclo y cogen el cetro; las que sostienen con fuerza el hacha contra una niña, señalan unas palabras y  abrazan a una madre; así como las que lanzan una piedra y sostienen un libro,  pertenecen respectivamente a Salvador Dalí, Elias Canetti y Henry Miller. Unas manos de niños que sirvieron más tarde para crear unas obras ejemplares. He adaptado a mi antojo estos fragmentos de vida que he encontrado en sus autobiografías porque me parecieron bastante reveladores, y me pareció que se podían poner  en relación unos con otros a través de esas manos.
            El primero lo hallé en Vida secreta de Salvador Dalí un libro que considero una genialidad. Me lo dejaron y al final lo he comprado, demasiada tentación. Voy por la página 115 y son 430, así que quizá en otra ocasión le dedique otra entrada.
            El de Elias Canetti (premio Nobel de Literatura en 1981) pertenece al primer volumen  de su autobiografía formada por los libros, La lengua salvada, La antorcha al oído y Juego de ojos.  He leído los dos primeros, y de vez en cuando me gusta releer sus páginas. Empecé en 2009 y espero en breve leer la parte que me falta.
            Y el de Henry Miller pertenece a su Trópico de Capricornio.  Henry Miller aparece en todo lo que escribe, incluso cuando escribe sobre otros, así que creo que podríamos considerar todos sus libros autobiográficos. Me parece curioso –lo contó en una entrevista –que padeciera fagomanía, porque cuando le leemos nos da la sensación de ser un hombre con un hambre descomunal de/por todo. Si nunca han leído nada de él recomendaría antes que los Trópicos (Trópico de Cáncer, Trópico de Capricornio) empezar por El coloso de Marusi y sus Cartas a Anaïs Nin o Cartas Durrell-Miller. 1935-1980. ¿Y por qué no recomendar el Trópico de Capricornio que lo he leído tres veces? Pues porque Miller creo que es un caso raro, perteneciente a esa especie que en su autobiografía se pinta peor de lo que es. Así lo dijeron sus amigos más cercanos, como Lawrence Durrell: Debe admitirse, sin embargo, que Miller disfrutaba bastante dando una imagen de sí mismo que sugiere algo entre un fullero, un cow-boy y un payaso; es en realidad su propio fallo si el crítico se atemoriza ante la imagen que presenta de un malhechor despiadado, antisocial e inmoral. Esta vena fáustica en Miller es, sin embargo, una fuente de considerable diversión para sus amigos, que saben que es el más amable, considerado y honorable de los hombres. Ciertamente su generosidad fundamental y su bien corazón le confieren unos rasgos muy poco adecuados para interpretar a Mefistófeles. (Fragmento perteneciente al libro Tres calas en la novela norteamericana del siglo XX, de Bernd Dietz).
            Igual en sus cartas y en El coloso de Marusi vemos otro Miller que nos prepara para el de los Trópicos… Si es que se necesita preparación.
Bon apettit

Patricia L.D.
 Salvador Dalí (1904-1989)
Elias Canetti (1905-1994)
Henry Miller (1891-1980)

6 comentarios:

  1. Hala, no un libro sino tres. ¡Y que tres!. Rotura de esquemas. no hay tiempo ...
    Enhorabuena por esta excelente entrada.

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  2. Ángel Luis, no sé sí os envió Gema la adaptación de "Un viejo que leía novelas de amor". El martes comentamos :-)

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  3. Sí te da tiempo y te apetece pulula por Youtube.

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  4. Últimamente me tiran mucho las autobiografias (la más reciente ha sido "Diario de invierno" de Paul Auster), me anoto las de Canetti y tal vez la de Dalí. A Henry Miller lo leí mucho durante mucho tiempo (y a Anais Nin), y curiosamente aún están muy frescos en mi memoria.

    Saludos!

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    1. Hola Ana. No he leído "Diario de invierno". Yo también estoy últimamente leyendo autobiografías, será la época, jejeje. La de Dalí me ha sorprendido mucho, no pensaba que fuera un escritor tan genial.
      ¡¡Me alegra encontrarme una lectora de Henry Miller!! La impronta que deja es cierto que es difícil de olvidar, de ahí que se nos quede, que siga tan fresco. De Anaïs Nin tengo que leer algo sí o sí. Me apetece mucho.
      Canetti te gustará.
      Un saludo,
      Patricia

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